Mis queridos gourmands: Crónicas de chocolate con Don Gonzalo
Mis queridos gourmands, preparen sus paladares, no para un festín de exquisiteces culinarias, sino para un banquete de anécdotas, de esas que se saborean con la memoria y se maridan con una buena dosis de humor. Les hablaré de un encuentro fortuito, de esos que el destino, con su ironía habitual, coloca en tu camino cuando menos te lo esperas. Un encuentro que, como un buen chocolate caliente en un día frío, dejó una huella imborrable en mi vida.
PARTE PRIMERA
Pero antes, permítanme situarles en contexto.
Corría el año 1989, una época en la que mi pasión por las artes marciales rozaba la obsesión. Como un Bruce Lee en ciernes, me pasaba los días entrenando, perfeccionando mis patadas voladoras y mis golpes de puño. Y mi lugar de entrenamiento predilecto era la Alameda de Santiago, ese pulmón verde que abraza la ciudad compostelana.
Casi todos los días, salía de casa de mis padres, "trompas arriba, virgen de la cerca", como decimos por aquí, y me dirigía a la Alameda para mi ritual deportivo.
Diez vueltas corriendo, ejercicios de TULS (aún no existían los PUMSE), patadas, flexiones… Y vuelta a casa, sudado pero satisfecho, con la sensación del deber cumplido.
Un domingo, como cualquier otro, me disponía a cruzar la calle después de mi sesión de entrenamiento, cuando vi a un señor venerable que resbalaba en la acera. Con la agilidad de un felino, me lancé a su rescate, sujetándolo por el brazo antes de que se diera de bruces contra el suelo.
—Gracias, rapaz —me dijo el hombre, con una voz suave y un ligero acento gallego.
Yo, serio, con mi CHANDAL, planchado por mi madre, plancha todo, y mi cara de pocos amigos, me mantuve firme, sujetando su brazo como si fuera un preciado trofeo.
En mi mente, resonaban las enseñanzas de mi maestro: "Un guerrero debe estar siempre alerta, preparado para cualquier eventualidad".
— ¿Te apetece un chocolate? —me preguntó el hombre, con una sonrisa amable.
—Sí, dije, sí —respondí, un tanto desconcertado.
En mi interior, el heredero de Bruce Lee se debatía entre la disciplina espartana y la tentación de un dulce capricho. "¿Podrá un guerrero tomar chocolate?", me preguntaba a mí mismo.
El hombre, ajeno a mis dilemas existenciales, me condujo a una cafetería cercana. El Derby.
Un lugar emblemático en Santiago, con su ambiente clásico, sus mesas de mármol y sus camareros de etiqueta. Un lugar que, por aquel entonces, me parecía tan ajeno a mi mundo como un monasterio tibetano.
El hombre de gafas oscuras, como lo recuerdo ahora, pidió un "carajillo", esa bebida que combina el café con un chorrito de licor, ideal para entrar en calor en un día frío.
— ¿Y tú qué quieres ser de mayor? —me preguntó, con curiosidad.
—Galleguista —respondí, sin dudarlo. Por aquel entonces, era un ferviente admirador de Eduardo Pondal, de Castelao, de todos aquellos que habían luchado por la identidad de Galicia.
— ¿Y qué sabes tú de los galleguistas? —me replicó, con un tono que mezclaba la ironía y la curiosidad.
Con la pasión propia de la juventud, le conté mis andanzas literarias, mis poemas sobre Galicia, mis cuentos inspirados en la historia y la cultura de mi tierra.
Yo, en mi ignorancia, creía estar impresionando a aquel hombre.
Pobre de mí, no sabía con quién estaba hablando.
—Marcarás diferencia en los pensamientos de tu tiempo —dijo, con una convicción que me sorprendió—. De eso estoy seguro.
—Y perdone, ¿usted cómo se llama? —pregunté, con la timidez propia de quien se siente en presencia de alguien importante.
—Me llamo Gonzalo, Torrente Ballester —respondió, con una sonrisa—. Imagino que has leído alguna de mis obras.
Me atraganté con el chocolate. Torrente Ballester.
El autor de "Los gozos y las sombras", esa obra maestra que había intentado leer, sin éxito, hacía unos meses. Sentí una mezcla de vergüenza y admiración. Vergüenza por mi ignorancia, admiración por estar frente a uno de los grandes de la literatura española.
—Sí, la mayoría se atraganta con "Los gozos y las sombras" —dijo, con una carcajada que resonó en toda la cafetería.
A partir de ese día, y hasta que ingresé en la Academia Militar, tuve el privilegio de compartir muchas tardes de chocolate con Don Gonzalo Torrente Ballester.
Charlábamos de literatura, de historia, de política, de la vida. Él, con su sabiduría y su humor irónico, me enseñó a ver el mundo con otros ojos, a cuestionar las verdades establecidas, a buscar la belleza en lo cotidiano.
Y yo, con la avidez del aprendiz, absorbía sus palabras como una esponja. Esas tardes en El Derby, con el aroma del chocolate y la compañía de Don Gonzalo, se convirtieron en un oasis en mi vida, un refugio donde podía escapar del ruido del mundo y alimentar mi alma.
PARTE SEGUNDA
Treinta y cinco años.
Más de tres décadas habían transcurrido desde aquel encuentro providencial con Don Gonzalo. Treinta y cinco años en los que la vida, como un torbellino, me había arrastrado por caminos inesperados, con sus luces y sus sombras, sus alegrías y sus sinsabores. Y allí estaba yo, de nuevo en Santiago, en un día tan especial como el 25 de diciembre.
Tras una comida memorable en Casa Dominga, donde el chef Antonio "Pistolas" (MI PADRE), con sus cinco estrellas MichelÓn y su pasión contagiosa, había orquestado un cordero al horno que rozaba la perfección, decidí dar un paseo por la ciudad. Un Santiago solitario, envuelto en la magia navideña, con sus calles desiertas y sus luces parpadeantes.
Mis pasos, como guiados por un hilo invisible, me llevaron a la Alameda, a ese mismo paso de peatones donde, tantos años atrás, había conocido a Don Gonzalo. Y, casi sin pensarlo, me encontré frente a la puerta de El Derby.
La nostalgia me invadió como una ola. Empujé la puerta, con la esperanza de revivir, aunque fuera por un instante, la magia de aquellas tardes de chocolate y conversación. Pero la decepción me golpeó de frente como un jarro de agua fría.
El Derby ya no era el mismo.Las camareras, aunque atentas y pelirrojas, carecían de la elegancia y el savoir faire de antaño. La mesa donde solía sentarme con Don Gonzalo, aquella en la que devoraba el chocolate mientras él me contaba historias fascinantes, había desaparecido. En su lugar, una mesa vulgar, sin personalidad, como un actor secundario en una obra de teatro.
Todo había cambiado. El ambiente, la decoración, el servicio...
El Derby había perdido su alma, su esencia, su magia. Y con ella, se había esfumado el recuerdo de Don Gonzalo.
— ¿Y la mesa del profesor Torrente Ballester, no la habéis guardado? —pregunté a una de las camareras, con un hilo de voz.
— ¿Y ese quién es? —me respondió la pelirroja, con una mirada de extrañeza.
—Un actor —improvisé, con tristeza—. Salía en "La que se avecina". Hacía de portero.
La camarera, conmovida por mi "devoción" al "actor", me invitó a una copa de cava. Salí del Derby con el corazón encogido, con la sensación de haber perdido algo irrecuperable.
Llamé a Boadas, mi fiel compañero de aventuras gastronómicas, que en ese momento se encontraba caminando por los campos de Girona. Le conté mi experiencia, mi decepción, mi tristeza. Y juntos, decidimos rendir un homenaje a Don Gonzalo, a su memoria, a su legado.
Y así nació "Una Llama y Un Tenedor", una sección en nuestro blog dedicada a desenmascarar a los impostores gastronómicos, a aquellos que, con su mediocridad y su falta de pasión, mancillan el buen nombre de la cocina. Un espacio para denunciar los "fuegos apagados y los tenedores doblados", los platos insípidos, las técnicas desastrosas, los servicios pésimos y los ambientes desagradables.
Porque, como decía Don Gonzalo, "la buena cocina es un arte, y como tal, debe ser tratada con respeto y admiración". Y porque nadie, ni siquiera un café que ha perdido su esplendor, debe olvidar a un grande de la literatura.
IN MEMORIAM... GRACIAS MAESTRO
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